Mi lectura inaugural de 2024 fue Canciones de amor, la historia jamás contada, un sensacional volumen en el que el crítico norteamericano Ted Gioia desanda el sinuoso sendero del romanticismo a partir de la música.
El recorrido es prodigioso: el autor parte de la naturaleza para explicar el surgimiento de un género que nos atraviesa y que cada uno, a su modo, va haciendo propio e incorporando a su biografía conforme lo vivido.
En pocas palabras, Gioia expone que el gen de las canciones de amor reside en el canto de las aves, cuyas tonalidades expresan pulsiones, y que de eso abrevamos los humanos, desde los himnos de los esclavos a las coplas de los trovadores, y de allí a finales del siglo XVIII, con el auge de los pianos domésticos, que alentó la demanda de composiciones simples para cortejar a “señoritas respetables”. El itinerario culmina en nuestros tiempos, previo paso por los cabarets parisinos, que imprimieron sensualidad a la cuestión, hasta el advenimiento del blues, el jazz y el rock and roll, con ese jovencito bien parecido de Tupelo, Mississippi, que movía la pelvis y encendía a la audiencia a puro “Love Me Tender”.
Sin embargo, lo más rico del libro es una hipótesis: que las canciones de amor que internalizamos como tales no siempre hablan de ese sentimiento, sino que aquello que imprime la potencia es el momento o la persona con quien las escuchamos. Así las cosas, la música y la letra quedarían supeditadas a esa circunstancia “mágica” que nos ocurrió con ellas de fondo.
Esto reforzó una sospecha que guardo hace años: nunca confié en esos artistas que aseguran no haberse inspirado en alguien en particular para componer un gran tema de amor. Quizás sea una respuesta conveniente para salir airoso de una entrevista, o una vía alternativa para hablar de un romance prohibido o platónico. Pero, ¿nadie? Toda obra habla de su artífice, de un modo u otro.
Alentada por este sensible viaje y el despunte de febrero, mes de San Valentín, promoví una encuesta in promptu entre amigos y colegas de este diario para saber si algún tema había quedado grabado por siempre en su memoria como canción de amor, aunque tal vez no lo fuese. Los resultados arrojaron maravillas.
Aunque la escueta pregunta apelaba únicamente al nombre de la obra y su intérprete, todos se sintieron impelidos a dar detalles. “Baby, I Love Your Way”, de Peter Frampton (“Esa la bailé con el capitán”, respondió alguien); “Single”, de Everything But the Girl (“Con Sean, en Los Ángeles”), “Suave”, de Luis Miguel, que apareció grabada en un casete con dedicatoria.
Muchas de las canciones irradiaban una luz primorosa: “All You Need is Love”, de los Beatles; “A primera vista”, por Pedro Aznar; “A Groovy Kind of Love”, de Phil Collins. Otras venían envueltas en los terciopelos de la noche: “Sexo”, de Spinetta Jade; “Lovesong”, de The Cure; “Under the Milky Way”, de los australianos The Church. Algunas eran melancólicas (“Eiti Leda”, de Serú Girán) o arrebatadamente felices (“Friday, I’m In Love” -otra vez The Cure-; “Over the Rainbow”, en la versión del hawaiano IZ). La mayoría habló de idilios del pasado, como si el tiempo reforzara la carga emotiva. Mi madre, que no fue parte de esta consulta, introduciría aquí una anécdota: la de aquel simple de “Fuiste mía un verano”, de Leonardo Favio, que le regaló un ardoroso pretendiente en 1968 -durante la temporada estival, claro está-.
¿Conclusión? Las canciones del corazón son antojadizas. No es la melodía ni la letra, sino su huella, eco del éxtasis, lo que en realidad percibimos cuando suenan.
Muy en sintonía, semanas atrás volví a ver a un gran amor de hace 20 años. Desde luego, toda la música que escuchábamos entonces resurgió en los oídos, como tesoros recuperados de un cofre intacto, perfumado y salvaje. Tal crónica es relevante solo para un diario, el íntimo, pero la canción de ese romance sí merece ser nombrada, porque nobleza obliga: “Lady Stardust”, en la voz caudalosa, siempre llena de estrellas, del gran David Bowie. Play.