Él y yo habíamos sido amigos durante siete meses, en la escuela de posgrado de Nueva Orleans, cuando tuvimos relaciones sexuales por primera vez. En aquel momento era el prometido de otra persona que vivía en otro estado. Era Mardi Gras, y la atracción que él y yo sentíamos, combinada con varias cervezas, había explotado en un coito consensuado y torpe.
Nuestra atracción mutua era evidente desde hacía tiempo. Antes de Acción de Gracias, habíamos paseado por el lago Pontchartrain, cerca de mi departamento, y hablado con delicadeza sobre el tema. Adopté una postura sumisa; otra persona había llegado a él primero y yo no podía hacer nada al respecto. No iba a tratar de romper su relación.
Pero le dije con la mayor franqueza posible que no tenía ninguna objeción moral a la infidelidad. Era la única manera que se me ocurría de expresarlo. El sexo solo era sexo. Básicamente, le estaba diciendo que, si quería acostarse conmigo, yo lo aprobaría con entusiasmo.
De inmediato le dije que lo que me importaba era su capacidad para ocuparse de los sentimientos de dos mujeres al mismo tiempo. Se miró las botas y dijo que quizá no podría hacerlo.
Respuesta equivocada, pensé.
Sin embargo, nuestra atracción era tan intensa que ignoramos los posibles problemas. Ya estábamos ignorando el hecho de que se marchaba al día siguiente para reunirse con su prometida. Volví a insistir en lo de cuidar los sentimientos de dos mujeres, con la esperanza de que lo entendiera mejor y aceptara de manera retroactiva. En lugar de eso, lo interpretó como que yo había llegado a la conclusión de que debíamos dejar la situación en paz y dio por terminada la conversación.
“No deberíamos hacerlo”, dijo. Decir “no deberíamos” en lugar de “no podemos” o “no queremos” solo hizo que nuestro encuentro pareciera más inevitable.
Pocos días después de nuestro episodio sexual en Mardi Gras, dijo que no se arrepentía, pero que no podíamos repetirlo. Durante los dos años siguientes mantuvimos relaciones sexuales de manera esporádica y poco ética, porque su prometida no lo sabía. En cada ocasión, me informaba días después que no debíamos hacerlo de nuevo.
Nada de esto tenía sentido para mí. Disfrutábamos haciéndolo, ¿por qué las constantes idas y venidas? Nunca esperé que dejara a su prometida, pero sí cierta corroboración de la realidad.
Este escenario también me hizo cuestionarme constantemente. ¿Por qué no tenía ninguna objeción a la infidelidad? ¿Por qué me parecía tan natural compartir a un hombre con otra mujer? ¿Por qué la monogamia me parecía una opción equivocada?
Él y su prometida nunca se casaron. Yo me mudé. Pero nos mantuvimos unidos. Ha pasado casi una década desde la escuela de posgrado, y él y yo no hemos vivido en el mismo estado desde entonces. Él tiene pareja y familia. Yo tengo una incipiente carrera en televisión y una ajetreada vida social. La última vez que mantuvimos relaciones sexuales fue hace cinco años (¡Ética, esa vez!).
Hace un tiempo, le envié un mensaje para ver si quería conversar por teléfono. Me encanta hablar por teléfono y lo pido a menudo. Era lunes. Me dijo que estaba visitando a su padre enfermo, pero que podía el viernes. Acepté, pero el viernes se olvidó. El viaje, las necesidades del bebé y el cambio de roles paternos me habían relegado a un segundo plano. Los descuidos ocurren en todo tipo de relaciones. Se hieren los sentimientos de alguien porque había un plan y otro lo olvidó. Es normal.
Pero en estos momentos, con nosotros, el nivel de esfuerzo necesario para arreglarlo puede llegar a confundir al monógamo. Si este contexto hubiera ocurrido con una esposa, tal vez habría una breve pelea, seguida de un pedido de Uber Eats y un maratón de la serie Undercover. Si esta situación hubiera ocurrido con una novia, tal vez lo mejor sería enviar flores para calmar el dolor. Si hubiera sido con un amigo, quizá solo un nuevo compromiso con los planes y la promesa de no volver a olvidarlo.
Pero cuando él y yo tenemos un conflicto o un desacuerdo, a veces nos atascamos intentando resolverlo. Como yo no uso etiquetas y él no sabe cómo etiquetarme, le resulta fácil volver a un escenario conocido: yo soy la pieza secundaria y él es el objeto no disponible de mi deseo.
Normalmente, este impulso solo dura un momento mientras desenredamos lo que nos atasca. Y no se lo reprocho. Es difícil tener una relación con alguien como yo, que no disfraza a sus parejas de personajes reconocibles. La anarquía incomoda a la gente.
Para mí, todas las relaciones son como esas muñecas de papel que tuvimos de niños. Las figuras están en ropa interior y luego les pones ropa diferente para las distintas ocasiones. El nivel básico es la figura desnuda. El nivel básico es la vulnerabilidad y la intimidad. No importa cómo la disfraces (amante, pariente, amiga, novia, marido), la base es la misma. Y si la base es buena, es fácil entender cómo alguien puede empezar con una prenda y acabar con otra. Hace algún tiempo, dejé de utilizar ropa para etiquetar mis relaciones.
El día que olvidó llamarme, se disculpó de inmediato. Cuando le dije que mis sentimientos estaban heridos, especuló con que quizá es porque no estoy satisfecha con lo que me da.
Eso me hizo recordar aquel día en el lago Pontchartrain, cuando de nuevo me pregunté si él, o cualquiera, puede ocuparse de los sentimientos de dos personas al mismo tiempo.
Así que me lo planteé. ¿Es posible que, en este caso, su apreciación fuera correcta? ¿Es la satisfacción una seguridad que no me permito al vivir de esta manera? Para la mayoría de la gente, la monogamia significa que, para tener una relación íntima con una persona diferente, hay que terminar la relación actual antes de poder empezar otra. De uno en uno, esa es la norma.
Él ha tenido tres parejas de larga duración desde que lo conozco. Si hubiera tenido que esperar a que él no tuviera otra pareja, nos habríamos perdido esta relación, que es un 90 por ciento chistes de televisión y citas de Mad Men. Nunca tendríamos el orgullo de hacernos reír a carcajadas. O las discusiones sobre una película que uno odia y el otro adora. O los chismes que compartimos sobre gente que conocemos en el teatro.
Me ha escuchado llorar por mi carrera, cosa que nunca hago con nadie más. He hablado con él sobre sus inseguridades corporales y soy capaz de asegurarle con éxito que sigue siendo atractivo. Nos impulsamos mutuamente en nuestras ambiciones creativas. Yo le envío detalles de encuentros con famosos y él me satura de fotos de bebés.
Y nos peleamos. Hago comentarios mordaces que a veces son demasiado duros. No me manda suficientes mensajes. Es evasivo. Soy irritable y malcriada. Es envidioso. Digo lo que no debo. Alardeo demasiado. Es neurótico. En realidad, los dos somos neuróticos.
En otras palabras, una relación normal.
Después de pensar en su comentario, llegué adonde por lo general me encuentro. No estoy ni más satisfecha ni menos satisfecha de lo que estaría si siguiera un modelo de relación más tradicional. Vestir la muñeca podría hacer las cosas más cómodas a veces, pero no sería fiel a nuestra experiencia. Y si el precio es tener que pensar de vez en cuando en eso para asegurarnos de que sigue funcionando, pues estoy dispuesta a pagarlo.
No creo en la monogamia desde mi experiencia con él en la universidad. Me llevó por un camino que ha marcado mi vida desde entonces. Significa que nunca pienso en las relaciones románticas como una aspiración. Significa que puedo mantener mis relaciones con hombres y mujeres durante mucho tiempo, después de que el sexo haya disminuido, o cuando la conexión se convierte en romance, y cuando deja de serlo. Significa que consigo algo más que “ser solo amiga de un ex”. Significa que la intimidad que tengo con otras personas florece de manera natural.
Me gusta tener relaciones diversas, porque esa es la realidad de muchas personas, aunque no tengan palabras para explicarlas. Muchos de los que son poco convencionales no tienen a nadie a quien acudir para que los ayude. Como anarquista de las relaciones, tengo la responsabilidad de reflejar verdades poco convencionales y desafiar las normas sociales. Es difícil cuestionar modelos de relación que llevan siglos en nuestra sociedad, pero si no empezamos a hablar de eso abiertamente, nunca será más fácil.
Soy una mujer no monógama con muchas relaciones diferentes. Él y yo seguimos siendo compañeros de vida. Solo que no de la manera en que la mayoría de la gente entiende la pareja o la vida.
Por Kate Bailey