Un par de libros póstumos recientes sirven de ejemplo para probar lo heterogéneo de esa supuesta categoría. Cuando falleció en 1977, Vladimir Nabokov estaba escribiendo una novela a la que llamaba El original de Laura. Fue un misterio legendario, guardado bajo siete llaves, hasta que hace más de una década su hijo Dimitri aceptó finalmente publicarla. Nabokov tenía como método escribir párrafos en fichas individuales, lo que le permitía agregar y descartar con facilidad. El original de Laura consiste apenas, como se sabe hoy, en un puñado disgregado de unas poquísimas fichas inconexas. A los lectores de Nabokov solo les queda lamentar que la muerte haya dejado todo en gateras.
El año pasado, en cambio, se tradujo Guerra, uno de los manuscritos que Céline dejó en su departamento cuando escapó de Francia antes de la Caída de París y alguien luego se robó. Guerra es breve, desprolija, pero se centra en las experiencias del autor en la contienda mundial de 1914-1918. Es el eslabón perdido entre Viaje al fin de la noche y Muerte a crédito. Tiene, además, algunas de las páginas más extremas en el ya extremo estilo de Céline. No haberla publicado hubiera sido una torpeza.
En agosto nos vemos, la última pieza que dejó Gabriel García Márquez (1927-2014), dada a conocer ahora, a diez años de su muerte, propone un dilema de otro orden. Por un lado, el colombiano no solo la dejó terminada –aunque la hubiera revisado todavía más–, sino que incluso leyó públicamente algún fragmento en un encuentro en España, cuando todavía era un work in progress. Por otro lado, tal vez más importante, renegó del resultado. Según admiten sus hijos, Rodrigo y Gonzalo García Barcha en el prólogo donde cuentan las razones de su discutida decisión, GGM terminó zanjando: “Este libro no sirve. Hay que destruirlo”. Como Kafka, García Márquez, que ya había empezado un proceso de pérdida de memoria que lo acompañaría hasta el final, dejó ambiguamente esa tarea en manos familiares.
Los motivos de la desilusión del propio autor son fáciles de deducir: aunque En agosto nos vemos es un texto cerrado –con un inicio atractivo y un final que no lo desmerece – muestra una prosa minimalista que se parece poco y nada al estilo que convirtió a García Márquez en bandera del viejo boom latinoamericano.
El libro –una nouvelle por sus dimensiones y estructura– cuenta una historia simple, que también discrepa por su trama y temporalidad con los trazos habituales de su narrativa: una mujer que media los cuarenta (tendrá 50 al final) viaja anualmente a una isla caribeña para visitar la tumba de su madre, enterrada allí por razones misteriosas. La protagonista está felizmente casada, pero en una de esas visitas tiene un inesperado affaire de una noche. El hombre, al irse, le deja –para su indignación– un billete de 20 dólares dentro del libro que está leyendo. En los viajes sucesivos, de año en año, dará con nuevas aventuras no buscadas (de un seductor latinoamericano a un holandés, además del encuentro con un viejo conocido). La infidelidad no llega a torturarla, pero sí la lleva a interesarse por los posibles deslices del marido, un músico y profesor carismático y sin conflictos. También descubrirá el secreto de su madre, de la que se descubre continuando a su manera su destino.
En agosto nos vemos es un relato con pies y cabeza, pero si se hubiera publicado de manera anónima nadie pensaría en García Márquez. Se notan algunas pocas inconsistencias (algo que se debe tal vez a su condición de último esbozo) y también sobresalen algunas frases remanidas, con “calles de arena ardiente frente a un mar en llamas”, que en la prosa frondosa y expansiva de otros tiempos hubieran pasado inadvertidas. Las escenas de sexo, en particular, a pesar de los esfuerzos del narrador por mostrar la mirada femenina, tienden al lugar común, casi de telenovela.
Hay otras señales, de todas maneras, que indican que García Márquez tal vez se estuviera dando la licencia, con el final de su carrera en el horizonte, de escribir la clase de libro que nunca había escrito. Las fechas de los hechos –por voluntad más que distracción– son indeterminadas, pero bien podrían ser contemporáneas a las de la escritura. Los rasgos y actitudes de la protagonista también se ven contagiadas por esa falta de certezas: por momentos parece de una generación lejana, por otros más o menos reciente.
Otras marcas muestran que GGM tal vez estuviera buscando ser por un breve recreo otro escritor. Nunca el colombiano se había inclinado por recurrir de manera constante a los guiños culturales. La música insinúa ser una clave de lectura: la protagonista se llama Ana Magdalena Bach (como la mujer del compositor) y aparece como un ritornello el Clair de lune de Debussy. También se nombran los libros que Ana Magdalena lee en cada viaje a la isla: el Drácula, de Bram Stoker, la Antología de la literatura fantástica (de Bioy Casares, Borges y Silvina Ocampo) o el Diario de la peste, de Defoe. Si son un reflejo de las peripecias, parecerían encontrarse en el capítulo equivocado.
La firma de García Márquez tiene tanto peso específico que se tiende a olvidar sus fuentes. Así como en sus comienzos, La hojarasca llevaba el sello de Faulkner y tal vez de Rulfo, después aprovechó como nadie en el complejo linaje de Cien años de soledad el barroquismo ambiente, que ya circulaba de manera más clásica en Alejo Carpentier o que teorizaba José Lezama Lima con su profundidad poética. En El otoño del patriarca, su novela de dictador, alcanzó otra de complejidad y en Crónica de una muerte anunciada una perfecta cronometría de la forma. Nada de eso –ni de realismo mágico– hay en este último legado crepuscular, que puede leerse –contra su voluntad– como una melancólica despedida. Los póstumos de ese orden no son necesariamente un escándalo, pero lo único seguro es que conviene dejarlos para ser leídos al final, después de haber pasado por el resto de la obra, como una simple y curiosa nota al pie.
En agosto nos vemos
Por Gabriel García Márquez
Sudamericana
144 páginas, $ 19.999