Desde hace ya varios años, los grandes nombres de la historia de la Humanidad -Julio César, Cleopatra, los Romanov o Ana Bolena- se han convertido en figuras atractivas sobre las que hilvanar un curioso entramado de documento histórico y ficcionalización. La más reciente entrega de Netflix en esta numerosa saga es Alejandro Magno: La creación de un dios, retrato de la vida y la gesta política y militar del rey de Macedonia que conquistó Egipto y Persia alrededor del 300 AC, destacado por su destreza como guerrero y su liderazgo como estratega. Esas cualidades que lo consagraron como uno de los grandes mitos de la Antigüedad, hoy lo posiciona como un nuevo eslabón en ese frondoso itinerario que recorre desde el Imperio Romano al Otomano, pasando por los samuráis de Japón y la monarquía de los Tudor en el Renacimiento. La idea es siempre la misma: tornar accesible al público del streaming los hitos del mundo pasado filtrados por la dinámica de la ficción como enclave perfecto para el entretenimiento.
Alejandro Magno: La creación de un dios tiene un prólogo distintivo: las excavaciones en la antigua Alejandría que descubren objetos y vestigios de la civilización helénica. Un grupo de arqueólogos celebra el hallazgo y aspira a la reconstrucción de la verdad sobre Alejandro y los tiempos de sus conquistas. Luego de ese preámbulo, la miniserie replica la fórmula conocida: la presentación del tiempo y la ubicación geográfica mediante una voz en off que ofrece rigor y pretendida objetividad; la aparición de sucesivos entrevistados, que ofrecen su testimonio autorizado como historiadores, novelistas o periodistas especializados; el uso de mapas, líneas de tiempo y placas explicativas sobre linajes o batallas; y la ficcionalización de eventos claves para conocer la personalidad de Alejandro Magno. Se identifican a los personajes involucrados, se filman extras y exteriores, y se define el espíritu del relato a partir de una creciente tensión dramática y su correlato de suspenso.
Lo esencial en estas producciones es tornar asequible el entramado político o militar detrás de un líder como Alejandro, Calígula o Mehmed II, el rey otomano, a partir de los momentos de ficción que se dramatizan, sean peleas familiares, celebraciones malogradas o encuentros amorosos. La exploración de la vida humana de cada personaje busca “ablandarlo” para el relato, quitarle la pátina rígida que ofrecen los libros de Historia, y en ese proceso acercarlo a la perspectiva del propio espectador. La encrucijada entre documento y ficción se salda siempre en un factible equilibrio entre lo que se imagina a partir de documentos históricos y estudios académicos, y la legitimidad de esa representación que otorgan las entrevistas y el relato en off.
Lógicamente estas estrategias están plagadas de debilidades para cualquiera que proponga una mirada un poco más exigente. Son infinitas las críticas que señalan la falta de rigor histórico en la reconstrucción de los sucesos, la liviandad en la recreación ficcional y la artificialidad en la confección de escenarios, vestuarios o incluso interpretaciones. Para muchos puede parecer que se trata de una licencia otorgada por el formato de la producción, pero el objetivo de estos docudramas es menos sustituir a la historiografía que brindar un relato entretenido sobre el mundo del pasado con cierto anclaje de verosimilitud antes que de probada verdad. En ese terreno, las voces “autorizadas” funcionan como garantes del bagaje histórico de cada serie, pese a que sus intervenciones son breves, concebidas a partir de frases impactantes, y con cierto énfasis en el carisma de los propios entrevistados, que de alguna manera también participan como actores. Para comprender mejor el funcionamiento de estas producciones, vamos a recorrer cinco puntos esenciales a tener en cuenta a la hora de acercarse a estos relatos, conociendo de antemano sus vicios y limitaciones.
Voz en off
El uso de la voz en off es clave en los docudramas y funciona no solo como hilo conductor de los acontecimientos sino como enclave de situación en términos temporales y geográficos. En una de las primeras series de este estilo presentada en Netflix, El Imperio Romano, que cuenta con tres temporadas entre 2016 y 2019, la voz en off asume un tono enfático para instalar el suspenso -”él no sabía que todo cambiaría” desliza antes de la muerte del General Germánico, padre del pequeño Calígula, hecho que va a torcer el destino del futuro emperador-, pero se concentra en aportar datos históricos precisos, fechas, plazos, describir situaciones que es difícil escenificar, o sintetizar diálogos que no aparecen recreados. En este sentido, la siguiente serie sobre imperios, El Imperio Otomano, cuyas dos temporadas consolidan el triunfo sobre Constantinopla del rey Mehmed II y luego la batalla que lo enfrenta con Vlad Drácula, el gobernador de Valaquia, utiliza menos la voz en off en tanto dramatiza varios sucesos en escenas más largas y dialogadas. Un ejemplo es la matanza de los boyardos a manos de Vlad, que consiste en una larga escenificación de la cena, el discurso, la revelación de sus planes de sacrificio, y la concreción de su venganza.
La voz en off puede pecar de redundante, y este es uno de los vicios evidentes en las series ambientadas en la era Moderna, como Los últimos zares o incluso Sangre, sexo y realeza. En el primer caso los materiales con los que cuenta el andamiaje documental son más vastos: prensa escrita, documentos históricos conservados, incluso imágenes documentales de los primeros cinematógrafos, lo cual torna más ecléctica la combinación entre historia y dramatización. Por ello la voz repetitiva se torna en exceso didáctica al solaparse con lo expuesto en términos visuales, y la serie se empantana en su propia redundancia y sobreexplicación. Además, se agrega que muchos de los testimonios y de las declaraciones en off no distinguen con precisión los hechos confirmados por las investigaciones de aquellos que circulan como meros rumores, como el mito de Anastasia o las brujerías de Rasputín.
Entrevistas
Uno de los pilares de los docudramas son las entrevistas a especialistas, que son aquellos que confirman a través de sus declaraciones los hechos que se exponen en off o se recrean mediante la ficción. Los entrevistados son variados, la mayoría especialistas en temas como Egipto para La reina Cleopatra, o en la dinastía de los Tudor para Sangre, sexo y realeza, otros son periodistas o divulgadores, que han escrito alguna novela histórica o han investigado fuera del paraguas de la academia, y los menos son biógrafos de algún personaje, más interesados en la intimidad que en el contexto histórico. En ese mundo variopinto de las entrevistas hay dos problemas recurrentes: el primero tiene que ver con el hecho de que las intervenciones a menudo están muy fragmentadas, apenas contienen una frase impactante o una evaluación incompleta. No hay un análisis profundo, ni un desarrollo argumental complejo, todos se resume a ideas sueltas, afirmaciones contundentes, palabras que impactan en el espectador.
El segundo es más sustancial: a menudo los entrevistados equiparan sus afirmaciones sostenidas por datos concretos o documentos históricos con apreciaciones personales, opiniones forjadas en su experiencia y motivadas por su propia subjetividad. En ese caso, es difícil distinguir aquello a lo que puede atribuirse valor de verdad de aquello a lo que hay que tomar con pinzas, porque en tanto opinión puede tener su contraparte en otro orador. Por ejemplo en La reina Cleopatra, el enfoque de la serie se concentra en el origen racial de la monarca egipcia y en su condición de mujer. Por ello muchas de las entrevistadas, como Shelley P. Halley, del Hamilton College, esgrime como prueba de la raza de Cleopatra una declaración de su abuela: “No importa lo que te digan en el colegio, Cleopatra era negra”. En ese sentido, el prisma que estructura el relato, sea el tópico racial o el encuadre feminista, condiciona el montaje de los testimonios y fuerza una perspectiva sesgada sobre el personaje.
Ficcionalización
El docudrama se concentra mayormente en la construcción dramática del relato antes que en la exposición de hechos históricos con relevancia política o filosófica que hayan definido a un período. Así, importa más que le pasó a Calígula en su infancia, desde la envenenamiento de su padre, el exilio de su madre o la educación sexual a manos del decadente Tiberio en su encierro en Capri, que el trasfondo de su política como emperador de Roma en disputa con el débil Gemelo. Lo que prima a la hora de dramatizar sucesos es la definición de personalidades y motivaciones, el atractivo físico de los actores y actrices por sobre sus dotes de interpretación, y el poder de síntesis para resolver en pocas escenas y escuetos diálogos el destino de un imperio o la caída de un reinado. En El Imperio Romano son pocos los diálogos, priman el uso de las expresiones faciales y de ciertos histrionismos corporales por sobre los matices o sutilezas de la interpretación -la voz en off insiste en la regulación de las emociones de Tiberio y luego de Calígula, y muestra a ambos actores rígidos e inexpresivos- y el uso del ralenti es abusivo en el montaje de transiciones (para señalar el paso del tiempo o el cambio del lugar geográfico).
En otras series como El Imperio Otomano o La era samurai: La batalla por Japón abundan las escenas de batallas, los diálogos son más extensos y la ficción adquiere mayor espesor y una interpretación más cuidada. Igualmente todos abusan de los planos de situación, la mayoría creados digitalmente para mostrar ciudades o regiones hoy muy cambiadas, y repiten tomas aéreas mediante drones para aprovechar el esplendor del paisaje y la geografía que no se ha modificado. Hay actores con mayor carisma, como las protagonistas de Sangre, sexo y realeza (Amy James-Kelly) o de La reina Cleopatra (Adele James), otros con más limitaciones como en El Imperio Romano o Los últimos zares, y algunos como el turco Cem Yigit Uzümoglu y el rumano Daniel Nuta, ambos de El Imperio Otomano, con mayor pericia que la habitual en estas producciones. El problema siempre radica en la dirección descuidada, la falta de interés en la complejidad dramática, y la confección de una narrativa más al servicio de la exposición de ciertos hechos que de la complejidad dramática del entramado ficcional.
Placas y mapas
Como complemento de la voz en off y las entrevistas, es frecuente el uso de placas explicativas, de mapas que sinteticen cartografías y líneas temporales que delimiten el devenir cronológico de la historia. Esos materiales son funcionales para ubicar al espectador en tiempo y lugar, contribuyen a comparar tiempos entre una serie y otra -por ejemplo del mundo de la Antigüedad de Cleopatra o el Imperio Romano, al mapa medieval del Imperio Otomano o del Renacimiento de Sangre sexo y realeza-, y permiten ilustrar sobre territorios más alejados del epicentro occidental, como puede ser la antigua Valaquia o el imperio japonés de Nabunaga. Al mismo tiempo, las placas segmentan los episodios en sucesos que resultan claves, como muertes o conquistas, batallas o nacimientos. Son funcionales a la organización del relato, pregnantes para la mirada del espectador, a veces aplastadas por la redundancia de la voz en off pero que deberían consolidar su autonomía visual.
En este apartado, las ilustraciones también son determinantes, sobre todo para clarificar sobre aquellos períodos más antiguos de los que no hay fotografías o pinturas figurativas. Es clave en El Imperio Otomano, sobre todo en la segunda temporada, concentrada en la disputa entre el sultán Mehmed II y Vlad Drácula, conocido como El Empalador. Uno de los entrevistados señala la distinción entre el personaje histórico conocido por sus batallas sangrientas y la costumbre de empalar a sus enemigos, y el personaje de ficción creado por Bram Stoker. Muchos de los dibujos que inspiraron a Stoker en la Inglaterra del siglo XIX estaban delineados sobre los terrores causados por Vlad en Valaquia, pero comparando ambos diseños, los medievales que acompañaron las crónicas históricas y los decimonónicos que ilustraron el mito de Drácula, se revela esa distancia entre lo real y lo mistificado mucho antes de la era del streaming y los docudramas.
Erotismo
Por último, uno de los componentes más recurrentes de este tipo de híbridos entre documental y ficción es el elemento erótico en las dramatizaciones. Ya sean las orgías de Tiberio en Capri o las amantes de Enrique VIII en la corte inglesa, las escenas eróticas funcionan como un componente exploit que estimula y al mismo tiempo distrae al espectador del peso de la información. Muchas de ellas pueden ser sustanciales para retratar las costumbres sexuales de la época o señalar sucesos que tuvieron incidencia en un desenlace determinado -la educación sexual de Calígula en la decadentista Capri de Tiberio fue ejemplar para comprender su comportamiento licencioso como emperador-, pero otras están al servicio del lucimiento de los cuerpos y de la seducción que estas ficciones se reservan. Algo que también aparece en ficciones novelescas como Los Tudor o incluso en Game of Thrones, cuyo tratamiento adulto de la sexualidad sirvió para enlazar el trasfondo histórico con los elementos de imaginería fantástica.
Los docudramas tienen, en definitiva, una vocación más emotiva y ficcional que una clara convicción documental afirmada en el rigor histórico. No dejan de ser representaciones de ficción, entrelazadas con contextos históricos reales, personajes que existieron, sucesos que fueron documentados, pero cuya impronta a la hora de plasmarse en una dramatización es el entretenimiento y no la información o el análisis histórico. La lógica puede resultar efectista en tanto privilegia los aspectos de mayor impacto -muertes, traiciones, escándalos sexuales- y ofrece una perspectiva simplificada de la Historia, pero es funcional al método que prima en los relatos de ficción: oposición entre héroes y villanos, adaptación de lenguaje y costumbres al presente, definición de procesos en términos de nombres propios y decisiones individuales. Son relatos con vicios, disfrutables como un placer culpable, sustitutos de una concepción de la historia como una gran narrativa novelada que convierte a hombres de carne y hueso en personajes, a las emociones en pilares de los conflictos, y a la continuidad histórica en arcos narrativos con una clausura esperada antes de apagar el dispositivo e irse a dormir.