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Cómo Constanza Maral pasó de ser Gatúbela a convertirse en dirigente gremial: “Todo me costó sangre, sudor y lágrimas”

Cómo Constanza Maral pasó de ser Gatúbela a convertirse en dirigente gremial: “Todo me costó sangre, sudor y lágrimas”

“Lo que gané en mi vida, todo, está acá”, dice Constanza Maral, con esa cara para Hollywood: el pelo rojo, los ojos verdes y una sombra cuando habla de su teatro. Al rato, cuando la charla flote entre humo de cigarrillo y la canela de un sahumerio, la nube oscura se esfumará por el soplo mágico de una gran narradora de historias, de las que vuelven a palpar cada giro del destino.

Es actriz, por supuesto. Una decisión que tomó ni bien terminó la escuela normal, sin ninguna intención de ser maestra. Hija única de un hogar de clase media en Barrio Norte, el padre se opuso pero lo hizo igual, bajo el paraguas tenue de su madre.

Dandelion es el nombre del teatro que abrió en 1989, primero como estudio y mucho después, posCromagnon, como sala. Un primer piso en un edificio señorial en Córdoba al 2400, una ”casa” con living, sillones, cuadros, libros, fotografías, objetos únicos que donó su tío anticuario y un vino para brindar al término de la función y prolongar el encuentro.

“Este es mi hijo. O era mi hijo. Yo no tuve hijos pero este lo era -dice, mientras pone la pava a hervir- ¿Café o té? No tengo otra cosa. ¿Ves ahí? -señala un punto en la sala, ahora semivacía-. Ahí estaba la consola de luces y sonido, mi mayor orgullo, tal cual lo pedían para la habilitación. Costó una fortuna pero todo en regla, perfecto. Y fue ahí donde se originó el incendio. Me avisó el encargado y cuando llegué, había dos camiones de bomberos en la puerta”. El cortocircuito, que en 2017 prendió fuego el espacio, provocó que hasta hoy la sala continúe cerrada y de duelo. Su dueña no quiere volver a intentarlo. Todavía traga el dolor de la pérdida.

“Con 53 años de actriz, económicamente vivo una incertidumbre absoluta. Mantuve este lugar hasta ahora, pero ya me resulta muy difícil. Tengo que trabajar el desapego y venderlo. Pero no voy a regalarlo, espero una oferta lógica”, dice sobre su Dandelion herido, que reposa y espera.

–¿Por qué quisiste tener un teatro?

–Estudié con Roberto Durán [actor y director que murió en 1981]. Tuve tres maestros: Durán, Alberto Ure y Augusto Fernandes. Pero el que me marcó fue Durán, a principios de los años setenta. Daba clases en una casa en San Telmo, una casa con puerta cancel, y muchas plantas en el patio que él regaba. Un personaje mítico del que no se sabe tanto y merece todos los homenajes. Muchos actores fueron paridos en su escuela: Horacio Roca, Jorge Rivera López, Víctor Hugo Vieyra (que puso el nombre del maestro a su sala en Castelar)… De Durán aprendí el amor por el teatro y la ética. La ética. Un día me dijo que los teatros tendrían que ser como casas. Por eso lo hice así. La gente me preguntaba si yo vivía acá, pero no. Parecía, pero no.

–¿Y de Ure y Fernandes qué aprendiste?

–Uy, dos océanos. Eran el Atlántico y el Pacífico de lo diferentes que eran. Ure trabajaba mucho sexo y violencia, en su momento dio vuelta el teatro: era brillante, loco en el mejor de los sentidos, cultísimo, te hacía leer de todo, un innovador, cabeza abierta, tenia muchísimo para dar. Y Augusto era único en sus análisis de textos. No trabajaba con demasiados autores, Shakespeare, Chejov, Ibsen, Lorca y no mucho más. “¿Para qué más?”, decía. Con Ure hice Casa de muñecas, donde fui Nora, en su estudio, en 1976. Ensayamos durante siete meses y un día cayó la cana y nos puso a todos contra la pared durante casi cinco horas. Zafamos porque eran de Toxicomanía y seguramente vinieron por alguna denuncia de vecinos. Alberto, además, sabía mucho de psicología.

Cada dato de su largo currículum está iluminado por los colores de la experiencia fijada a fuego en su memoria. En las clases del director y teórico brasileño Augusto Boal improvisó una escena amorosa con otro estudiante que aún soñaba con actuar, Mauricio Kartun. Tampoco se perdió la voz del fundador del Actors Studio, Lee Strasberg, cuando vino a Buenos Aires a dar un seminario a la Casacuberta, la sala del teatro San Martín preferida por la actriz.

–Con toda esa formación y en una época en que hacer televisión no era prestigioso como el teatro, ¿cómo te insertaste en la tele?

–Era un pecado mortal ser más o menos atractiva y pretender ser una actriz “seria” o como se llame el interés por otra búsqueda que no sea ser famosa. Todo me costó sangre, sudor y lágrimas. Estar justo en el lugar y momento adecuados no fue para mí. Salvo una sola vez, en una ocasión, al principio.

–¿Te abrieron una puerta?

–Sí. Y de casualidad, sin esperarlo. Para pagarme las clases de teatro, tenía que trabajar en una oficina. Mi jefe se fijaba, sin preguntar, en los libros que yo estudiaba. Un día me dice “Andá a ver a Nené Cascallar, te va a recibir, es amiga mía”. En mi casa, el único programa de TV que mi mamá veía era El amor tiene cara de mujer, de Cascallar. Fui a su casa, tengo la foto fijada en mi corazón: esa mujer brillante preguntándome si yo quería hacer televisión. Le dije que no, que yo quería hacer teatro, hasta me puse colorada. Pero ella insistió: “No se cierre”, me dijo. Hoy lo pienso y me parece increíble, ella convenciéndome a mí. Me puso en cinco programas, por supuesto para decir unas pocas líneas, con Delfy de Ortega, una actriz bellísima, y Federico Luppi. Pero nunca jamás dejé mis clases de teatro, terminaba de grabar y me iba corriendo, sacándome las pestañas en el taxi. Pero soy muy agradecida con la televisión.

Desde aquella intervención a fines de los sesenta de la mano de una de las autoras más importantes de la pantalla en blanco y negro, Maral hizo de todo en la televisión: mucha comedia, con Darío Víttori, Juan Carlos Calabró (su inolvidable Gatúbela en Calabromas) y muchas telenovelas como Amándote, la original y la 2 (con Arnaldo André, donde interpretó a otro de sus recordados personajes, Alegría Soria); Hola Pelusa (con Ana María Picchio); la remake de El amor tiene cara de mujer (coproducción de canal Trece y Televisa, en 1994, con Thelma Biral); El día que me quieras (otra coproducción de Televisa, con Osvaldo Laport y Grecia Colmenares) y unitarios como La bonita página y Alta comedia, entre muchos otros programas de aquella nutrida televisión abierta.

En cine, trabajó con Alberto Olmedo y Susana Giménez en El rey de los exhortos y Mi novia el… Y con Olmedo y Jorge Porcel en Maridos en vacaciones hasta su más reciente participación en el film de terror de Daniel de la Vega, El último hereje, con Germán Palacios: alguna vez tenía que tocarle interpretar a una monja.

Salvo en los teatros públicos, actuó en el circuito comercial y en el off en obras como Mujeres (con un elenco de veinte actrices estelares); Sueños de un náufrago (de Eduardo Rovner y dirección de Sergio Renán); Camille (la versión de Margarita Gautier escrita por Pam Gems, con Thelma Biral y Daniel Fanego) y La gaviota (clásico dirigido por Alejandro Giles en el Cultural Borges). A su vez, dirigió Allá donde fuéramos (su versión de Las troyanas, de Eurípides, donde también actuó) y dos obras de Griselda Gambaro: Pedir demasiado (en Teatrísimo 2020, con Arnaldo André y María Onetto) y Decir sí.

–¿Con Gatúbela te transformaste en una bomba sexy?

–Nunca me lo creí ni por un segundo. No lo niego. No tengo ningún inconveniente con mi parte sexual, sé que la tengo pero siempre me moví en dos mundos, el del teatro y el de la tele. Necesitaba trabajar, soy hija única y me fui muy chica a vivir sola, tenía que pagar cuentas, había que bancar.

–¿Cómo surgió este personaje?

–Calabró apenas tenía idea de Batman, no sabía nada de los villanos. Yo le conté sobre quién era Gatúbela –a mí me encantaba la serie– y me dijo que la hiciera. Busqué la tela -era importada, una rareza, no había-, las botas a medida, todo, y así lo hice en Canal 11, en blanco y negro con Marcos Zucker como El Guasón, con Cacho Espíndola. Después pasamos a ATC, en color, en 1980, y explotó. El primer gran decorado que se hizo en ATC fue la cueva de Batman y Robin.

–En Amándote también ganaste mucha popularidad…

–Sí, era un momento en que el rating explotaba y algunos personajes se metían en el corazón de los espectadores. Todo pasaba por la televisión abierta, algo inimaginable hoy. Tengo un muy buen recuerdo de esa tira, era distinta a la telenovela tradicional. Mi personaje (Alegría Soria) era una mujer muy rica, que tenía romances con quien se le antojaba, era dueña de una disco, era muy delirio: no había novelas así.

–Tuviste personajes importantes pero no protagónicos…

–Protagónico no me tocó. Se dio así y no está ni bien ni mal, es como pasó. Tengo un sentido de realidad muy grande, soy taurina.

–¿Cómo te llegaban las propuestas de trabajo?

–Nunca fui a castings ni tampoco me ofrecía para tal personaje, me cuesta mucho. Me llamaban o no me llamaban. Los representantes que tuve nunca hicieron por mí nada-de-nada-de-nada, no sé si soy clara. Tenía un sueño -y lo sigo teniendo- que era trabajar en la sala Casacuberta. Me animé una vez a dejar un currículum en el San Martín. Al tiempo, me choco en una función con Kive Staiff, que por entonces director del teatro, y me dice: “muy buena formación”. Ah, lo leyó -pensé-, me va a llamar. Pero no, me dijo que era una actriz “demasiado popular” ¡Cómo cambió todo, ahora si no estás en televisión, no trabajás en el San Martín!

–¿Con los años sentiste que costaba más tener trabajo?

–Puede ser… pero en la época que laburaba a full hice este teatro. Lo di todo desde el momento en que lo compré, en 1988. Y esa cuerda me tiraba cada vez más y eso influyó mucho en que me alejara. Empecé a dar clases, actividad que me dio muchas satisfacciones. Un grupo de alumnas que ya hacía tiempo estudiaban conmigo me pidieron que las dirigiera. Como siempre me gustaron mucho los griegos, les propuse hacer Las troyanas. Pero recordé algo que nos decía Augusto Fernandes sobre los clásicos: deben ser versionados, porque nadie sabe qué quiso decir aquel autor hace siglos. Es necesaria una lectura actual. Entonces me puse a trabajar. Fueron tres años de investigar, de buscar información, autores, mitología, filosofía, me metí en un bardo y me borré del mundo. Así llegué a Allá donde fuéramos, mi versión de Las troyanas de una hora cuarenta minutos. La persona que escribió, dirigió y actuó en esa obra es la misma que hacía Gatúbela en Calabromas. La misma.

–Trabajaste mucho en un momento en que las actrices no hacían público los abusos de compañeros, sobre todo si eran famosos o con poder. ¿Te tocó vivir alguna situación difícil en este sentido?

–Te respondo con mi verdad y seguramente a algunos les parecerá dudoso. Pero es mi verdad: nunca me pasó nada desagradable con mis compañeros. Jamás. Calabró era de Coca, íbamos a comer a la salida a Fechoría con Coca y mi pareja: descartado. Olmedo era entrañable, no conocí a nadie más caballero; era amiga de su hijo, Fernando Olmedo, que falleció en 2000 en el accidente con Rodrigo Bueno. Incluso Porcel que, de verdad, era un tipo culto, amante del jazz y de la pintura. Varias veces me pregunté porqué no había pasado por algo así teniendo en cuenta -no voy a ser tan boluda como para no reconocerlo- que era una linda mujer. Creo que veían que estaba ocupada en otras cosas: hablábamos tres minutos y yo ya salía corriendo a otro lado, a ensayar. “¡Qué ganas tenés! ¿Pero cuánto ganás?”. Mierda, les decía. Yo nunca quise ser estrella, quise ser una muy buena actriz y no sé si soy muy buena pero sí soy una buena actriz. Sí alguna vez tuve una propuesta, y mi negativa me costó que no me llamaran para el programa. Fue con un productor y como ya murió, para qué decir el nombre: con los muertos uno no se mete.

–Tu vida privada nunca fue noticia, ¿te cuidaste?

–Sí. Pero tampoco es que escondí nada. Tuve dos parejas con las que conviví años: el periodista Rómulo Berrutti y Juan José, que no tiene nada que ver con el medio. Hubo otros pero sin convivencia. La maternidad no se dio. Con Juan José podría haber sido, estuvimos doce años juntos, pero en esos momentos tenía que cuidar a mi padre y a mi tío que estaban enfermos, durante diez años. Mi mamá había muerto antes, a los 57 años. Una mujer deliciosa, mi mamá. Era profesora, algo que le pesaba a mi papá que no había estudiado y por eso siempre le bajaba el precio a las mujeres. No quería que yo fuera actriz, que su apellido “ruede por ahí”, me dijo. Por eso me cambié el nombre.

–¿No sos Constanza Maral?

–Sí que soy Constanza Maral, yo me lo puse. No es mi nombre civil, el del documento. El nombre lo elegí yo, me gustaba no sé porqué. Y el apellido me lo puso una mujer, Nené Cascallar, cuando recién empezaba y le conté lo de mi papá. “¿Y cómo se quiere llamar?”. Le dije que me gustaba Constanza, que no era habitual, nadie se llamaba así y a ella le gustó. Como apellido no había pensado, me lo eligió: Maraval, Marval, Maral… Ese, le dije, el más cortito.

–¿Y cuál es tu nombre del documento?

–No lo digo. Los más cercanos lo saben, pero todos me llaman Constanza. Mi mamá se murió en 1974 y me llamaba Constanza.

Constanza Maral, señora de nadie, no volvió a formar pareja aunque reconoce que le gustaría, siempre y cuando cada uno se quede en su casa. Vive sola desde que su gato murió, hace las compras con el chango, barre el patio y cocina todos los días porque le parece una falta de respeto comer simplemente para llenarse la panza. Su principal actividad la ejerce en la Asociación Argentina de Actores y Actrices como secretaria de Cultura.

–¿Tenés experiencia en la militancia política?

–No, no vengo de ahí. Nosotros luchamos por los actores y actrices, sin partidismos. Yo me lo tomé muy en serio toda la vida. Cuando la Asociación cumplió cien años (en 2019), coincidió con mis 50 años de actriz. Recuerdo el momento en que me dieron el carnet y se lo mostré a mi madre. Soy actriz, eso sentí en ese momento. Porque estar afiliada a Actores es un compromiso para siempre.

–¿Cómo ves este momento para actores y actrices?

–Obviamente, no voy a hablar de política, es mi decisión. Pero en 53 años de actriz, imaginate lo que vi pasar, momentos gravísimos, con compañeros que ya no están. Hay que sostener lo que construimos con mucho esfuerzo en una situación en la que hay poco trabajo. Es lamentable que la televisión abierta no tenga ficciones, con tantos actores y actrices gigantes viendo cómo se las arreglan porque hay pocos lugares donde trabajar. El Instituto Nacional del Teatro cumple un papel muy importante porque de él dependen tantos teatros independientes… Es curioso como algunos se llenan la boca con nuestro cine y nuestro teatro cuando se gana algún premio internacional pero todo eso no es soplar y hacer botellas: requiere un acompañamiento. Y sobre todo no se puede hablar tan al garete por falta de información, como creer que se usa dinero público cuando la mayoría de las veces no es así.

–¿Y la actriz? ¿Se cumplirá el sueño de actuar en la Casacuberta?

–Dudo, qué sé yo. Pero sí tengo muchísimas ganas de hacer teatro. Estuve sin ganas pero me volvieron. Una asignatura pendiente es el unipersonal, vamos a ver. Tengo que ponerlo en marcha.

–¿Qué extrañás?

–Lo que pasaba a la salida del teatro, ir a comer con los compañeros, las charlas.

–¿Te arrepentís de algo?

–Sí y no. Una es con su historia. Tengo que estar muy contenta y muy agradecida a mí. ¿A quién le agradecés? A mí (se da besos con la mano en la cara). De donde vengo yo, la carta estaba echada para otro destino y yo lo convertí. Si era por mi papá, tenía que casarme con un muchacho serio.

–¿A qué le tenés miedo?

–A la decrepitud. Es que miro atrás y no hay nadie: soy hija única, no tuve hijos, vivo sola. Trabajo mucho para estar viva.

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