True Detective: Tierra nocturna (True Detective: Night Country, Estados Unidos/2024). Creadora: Issa López, sobre el formato de Nic Pizzolatto. Producción: Barry Jenkins. Música: Vince Pope. Fotografía: Florian Hoffmeister. Elenco: Jodie Foster, Kali Reis, Finn Bennett, Isabella Star LaBlanc, John Hawkes, Fiona Shaw, Christopher Eccleston, Anna Lambe y Aka Niviâna. Disponible: en HBO Max. Nuestra opinión: buena.
Hace una década, el novel guionista televisivo Nic Pizzolatto logró lo que parecía imposible: renovar el centenario género policial con una serie de TV. Si bien la primera temporada de su creación, True Detective (2014), fue acusada de profusos plagios, en particular al novelista de weird fiction Thomas Ligotti, lo cierto es que, en su amalgama de gótico sureño, crímenes rituales de terror folk, pesimismo existencial y alusiones al horror cósmico, encontró una fórmula inexplorada y cautivante. El centro de gravedad de esa fascinación estaba, también y sobre todo, en la perfecta dinámica de sus protagonistas: el nihilista e intensísimo Rust Cohle (Matthew McConaughey) y el prosaico y volátil Marty Hart (Woody Harrelson), que no solo enfrentaban al mal enraizado en los bayous de Luisiana sino también a sus propios e insaciables demonios. Lamentablemente, Pizzolatto fue incapaz de volver a conjurar la magia de su debut en las dos temporadas que siguieron, cada una con un cast y una historia diferentes.
Cinco años más tarde de la última iteración de la serie, la guionista, realizadora y showrunner mexicana Issa López, quien se dio a conocer con el film de terror Vuelven (2017), toma la posta al frente de un nuevo relato de esta antología. López ignora las temporadas cuestionables y se propone una vuelta al origen: hay una conexión clara con la primera entrega a partir de una red de citas textuales y visuales, como el mantra “el tiempo es un círculo plano” o el símbolo ominoso del espiral negro. También vuelve, con mayor fuerza, la sugerencia de un plano sobrenatural que une los sucesos inexplicables. Sin embargo, esta temporada es tanto un reenvío explícito al debut como su reverso. El ciclo inicial transcurría mayormente durante el día (salvo por una célebre secuencia nocturna de violencia extrema), bajo el sol húmedo de los pantanos del sur y en una dimensión varonil que reservaba para las mujeres solo los lugares de esposas, prostitutas o víctimas. Esta nueva temporada sucede durante la larga oscuridad de la noche polar, se ubica en el extremo norte, en la tundra congelada de Alaska, y, sobre todo, está enteramente conjugada en femenino. Aquí, los vínculos que cuentan se dan entre las mujeres. El anómalo gótico sureño de Pizzolatto se transforma en un nordic noir no menos anómalo.
Por primera vez, Jodie Foster encabeza una serie y nada menos que en el rol de la investigadora de un conjunto de homicidios, tal como en El silencio de los inocentes (1991). La detective Liz Danvers podría ser una Clarice Starling quebrada por una vida en la repartición pública y cerca de la edad jubilatoria: así como Starling era comprometida, hipereficiente y profundamente moral, Danvers suele mostrase hastiada, falible y resignada ante la imposibilidad de la justicia, una mentalidad que acaso no sea la ideal para la jefa de policía de Ennis, Alaska, un pueblo ubicado “150 millas al norte de círculo polar”.
En ese lugar asilado, al segundo día del mes de oscuridad que arranca a mediados de diciembre, desaparecen inexplicablemente los ocho biólogos que habitaban en el Centro de Investigación Tsalal (un nombre compartido con una isla tenebrosa de la Antártida imaginada por Poe). Danvers llega para investigar, concluye que el personal falta desde al menos 48 horas y llama a una búsqueda. El fugaz paso en segundo plano de un VHS de El enigma de otro mundo es anticipatorio: los cadáveres de los científicos son hallados desnudos a la intemperie, casi cubiertos por el hielo, en un amasijo de extremidades, carne congelada y terror que remite a las monstruosas mutaciones de la película de John Carpenter. Tal es el misterio central de la serie: ¿qué pasó en esa estación polar? Lo único que sabemos es que, un momento antes de que se cortara la energía, un científico aterrado musita “ella despertó”.
Acorde a la estirpe de su creadora y a las referencias puestas en juego, esta temporada está mucho más afincada en lo sobrenatural y el terror que cualquiera de las anteriores. No faltan las apariciones fantasmales, ni los jump scares. Sin embargo, se nos dice que la explotación descontrolada de una mina envenena el agua y el aire con sus emanaciones: ¿hay espectros en el hielo nocturno de la tundra o son apenas alucinaciones tóxicas de sus habitantes? En la estación polar desierta aparece la lengua amputada de una activista antimina de la comunidad originaria Iñupiat, asesinada años antes quizás por alguien que vio en riesgo su medio de vida. ¿Puede, entonces, este misterio no ser más que un terrenal crimen por motivos económicos? La serie transita por ese filo indecidible entre lo explicable y lo inexplicable que define al género fantástico.
Estos interrogantes son planteados en el primer episodio y ya no cambian mucho a lo largo de los cinco que restan: la narración se concentra más en explorar las historias de sus protagonistas. Lentamente, porque hay que llenar seis horas, se nos insinúa que una tragedia transformó la vida de Liz: las enigmáticas imágenes de una ausencia y algo que podría ser un accidente vial se reiteran hasta mucho después de que dejan de ser un enigma. Este evento explicaría sus modos desconsiderados, su mal vínculo con su hija adoptiva que está en un período de rebeldía, sus relaciones autodestructivas y porqué tiende a alienar a todos a su alrededor.
La pareja protagónica dispar que reclama la serie se completa con Evangeline Navarro (interpretada, en una inspirada elección de casting, por la campeona de boxeo Kali Reis), una exinvestigadora degradada a policía raso, quien también carga con sus fantasmas, una hermana con problemas de salud mental y una historia familiar compleja. Danvers y Navarro tuvieron una ruptura años atrás, igualmente deshojada a lo largo de varios episodios hasta que los motivos se hacen obvios antes de que se expliciten. La mujer policía, que también pertenece a la etnia Iñupiat, está obsesionada con el asesinato impune de la activista. El vínculo entre ese crimen y el caso que investiga Liz pone en marcha el complejo proceso, dadas su personalidades, para que vuelvan a trabajar juntas.
Esta temporada reemplaza el nihilismo de la primera por una reflexión un poco más mistificadora acerca de la soledad. Para estos personajes, el sexo o los vínculos sociales no ofrecen consuelo porque no tienen espesor ante la desconexión implacable a la que estamos todos condenados. Los únicos remedios son la pertenencia a una comunidad ancestral como la de las mujeres Iñupiat, cuyos rituales y costumbres comunes solidifican los lazos entre sus miembros y el plano espiritual, que va de la mano de los ritos tradicionales: se nos sugiere que existe un mundo más allá de este donde esperan los seres queridos. Es decir, estamos solos a menos que nos volquemos a alguna forma de religión.
La serie es visualmente extraordinaria y las imágenes que López y su director de fotografía Florian Hoffmeister logran de la noche ártica son sobrecogedoras. La puesta en escena es tanto o más competente que la de Cary Joji Fukunaga en la primera temporada. Sin embargo, como guionista, la showrunner está lejos de Pizzolatto: la construcción narrativa, los personajes y los diálogos no tienen un brillo comparable. Nada en la relación entre Danvers y Navarro está a la altura de los ya clásicos intercambios de Rust y Marty en su patrulla, que eran como si los escritos de Nietzsche fueran parafraseados con el timing cómico de Abbott y Costello.
Por otro lado, la estructura farragosa que devuelve los mismos enigmas una y otra vez, más como un recordatorio que una evolución narrativa, empeora con respecto de incógnita principal porque al llegar la resolución resulta totalmente inconsistente: no solo es forzada e inverosímil, sino que no explica ni la mitad de las extrañezas, que finalmente son engaños para engordar artificialmente el misterio. El descubrimiento de las identidades de los asesinos no es producto de la investigación contada por cinco episodios sino casi aleatorio, una iluminación repentina, y las razones que se ofrecen para los asesinatos son descabelladas.
Para no cuestionarse la resolución hay que compartir las asunciones de la serie, que son características del sentir actual. La afinidad y simpatía que el relato ofrece a sus personajes es directamente proporcional a la distancia que tengan del género masculino y la “raza” blanca. Esto vuelve las caracterizaciones bastante previsibles. Así como en el innegable machismo de la primera temporada, sintomático del género y de una época que terminaba, las mujeres eran siempre locas y traicioneras, en el progresismo woke de esta, los hombres blancos son peligrosos para las mujeres, y mucho más para aquellas pertenecientes a minorías. Desde este punto de vista, las revelaciones finales no necesitan más explicación.
Está claro que plantear un misterio es mucho más fácil que encontrarle una resolución satisfactoria (que no necesariamente es la lógica). Esta serie se prueba una y otra vez tan eficaz en lo primero como incompetente en lo segundo.